Semántica jurídica, Emotivismo y Precisión

            Esta reflexión surge a raíz del caso de “la manada”, pero no me dirijo a ella. Me dirijo a la cuestión de los términos del lenguaje natural y sus relaciones con el lenguaje jurídico. Porque reflexionando sobre el caso surgen problemas de la priorización del lenguaje cotidiano o del leguaje técnico-jurídico. Vincularé esto a nociones de semántica ética. Para evitar polémica no hablaré del caso concreto, solo diré que lo que es relevante para la cuestión de la cual me ocupo. No es una opinión controvertida que el término “violación” en el Código Penal español no tiene la misma acepción que el uso cotidiano de dicho término. En el Código Penal es una característica necesaria para que haya violación la violencia o intimidación. Pero nuestro uso cotidiano es más amplio e incluye cualquier relación sexual sin consentimiento. Lo que en el código se recoge como “abuso sexual”.

            Esto es una pequeña introducción ya que no voy a tratar de este caso concreto de significación, sino de la problemática general dialéctica entre las implicaciones de una terminología jurídica frente a una terminología cotidiana. El término “violación” tiene una gran carga emotiva, no es exclusivamente descriptiva. Como hablante competente del castellano creo que no es equivalente la expresión “X ha violado a Y” y “X ha penetrado oral, anal o vaginalmente a Y, sin que Y prestase consentimiento”. Queda la complicación de que la segunda oración no es muy natural, pero aun así creo que se puede apreciar que, siendo la segunda puramente descriptiva, la primera oración conlleva una carga emotiva muy fuerte. [Pequeño inciso: Que los términos adquieran carga emotiva no presenta absolutamente ningún problema en sí. Es un proceso inevitable en el que manifestamos con el lenguaje nuestros valores morales]. El problema se da para aquellos que nos dedicamos a la complicada tarea de la jurisdicción. Porque aun cayendo bajo la misma descripción, a los individuos que comparten ciertos valores morales les molesta que se describa dicha situación como “abuso” en vez de “violación”, porque lo que estaríamos diciendo es que, en vez de: “X ha penetrado oral, anal o vaginalmente a Y, sin que Y prestase consentimiento” y “yo desapruebo eso”. Estaríamos diciendo “X ha penetrado oral, anal o vaginalmente a Y, sin que Y prestase consentimiento” y “yo no desapruebo eso”. Siguiendo la línea de Hare con “good” y “doog”, se podría proponer otro término que describiese exactamente la misma situación, pero que no tuviese el compromiso con la carga emotiva.

            Hay ejemplos mucho más claros. El ejemplo que voy a desarrollar que siempre me ha despertado fascinación es el caso del término “corrupción” (me refiero a la corrupción de índole político y empresarial) y una mención especial al término “robo”. La palabra corrupción está cargadísima de connotación negativa, y el motivo que me despierta fascinación es que, en el lenguaje cotidiano no tiene casi contenido. La definición de la Rae de este uso es “4. En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores.” Es curioso darse cuenta de que no es que nadie convencionalmente daría esta definición, sino que estoy convencido (y lo he comprobado en muchas ocasiones) de que el ciudadano común no conoce las prácticas a las que se consideran corrupción. Las únicas respuestas más concretas suelen apuntar al “soborno” y a la “malversación”, aunque no se usan estos términos cotidianamente, el término que siempre se utiliza es corrupción, y todo su despliegue, morfológico, como “corrupto”, “delitos de corrupción”, “corruptela”. El término “corrupción” es un término que estrictamente no es jurídico, ya que no está tipificado en el marco legal. Realmente es una categoría que incluye una serie de delitos que sí están tipificados: los más asociados con el término: Soborno, malversación, fraude, prevaricación, cohecho y tráfico de influencia; pero también se incluye: caciquismo, despostismo, amiguismo y variantes como el nepotismo y la cooptación, también la impunidad. Si algo salta a la vista en esta numeración, primeramente, es la numerosa cantidad de términos que caen bajo el uso de corrupción y también la heterogeneidad de éstos. Estas practicas no son parecidas, y si las penas aplicadas a ellas fueran las mismas o se pareciesen, nos veríamos en una situación muy alejada al principio de proporcionalidad.

            Ahora bien, obviamente, no pido que la gente se memorice los términos que se incluyen en el término “corrupción”, el problema no reside en que no sepa nombrar dichas prácticas delictivas. El problema que se da es que la gente realmente no sabe en qué consisten dichas prácticas. Asoman casos de “corrupción” y hay una mayoría que solo atiende como mucho a ese término “y si eso” a la cifra, de una práctica que no se sabe ni a que hace referencia. El término que ya raya lo absurdo es “robo” para referirse a estas prácticas, y también toda la semántica vinculada, que es explayada en su máximo esplendor posible, con calificaciones, como “ladrón”, “chorizo”, etc. Reitero que mi objetivo aquí, en ningún momento consiste en disculpar absolutamente nada, estoy intentando analizar la terminología cotidiana recurrente a estos delitos y los significados que suelen desprender, no estoy entrando a valorar esas prácticas. Pero creo que cualquier individuo reconoce que el supuesto de no pagar los impuestos debidos sobre el legítimo patrimonio de uno (delito de fraude) no se asemeja a contratar alguien con el que se mantiene algún tipo de vínculo de amistad (compadrazgo), y no podrían situarse más lejos del supuesto de que alguien a fuerza le quite a otro su propiedad. Incluso menciono el caso del compadrazgo de forma no totalmente inocente, ya que tiene un correlato terminológico despojado de completa culpabilidad y reproche, “el enchufe”. Cuando miembros corrientes de la sociedad civil “se enchufan” unos a otros no parece ser un término que describa la misma situación a que “X ha practicado compadrazgo”, de lo que se puede inferir correctamente “X es corrupto”.

            La situación que observo e intento transmitir es la situación en la que un término, “corrupción”, es ampliamente usado y es usada con una potente carga valorativa, pero que es usado sin ni siquiera conocerse ni el significado, ni el referente. Me abruma la cantidad de discusión que hay sobre toda la dinámica de la corrupción y lo mucho que parece afectar emotivamente a la sociedad y que no haya interés en precisar los conceptos. Como es obvio esta categoría es usada de forma completamente perniciosa por medios de comunicación y partidos políticos como arma arrojadiza haciendo uso de la ignorancia ajena. Y los hablantes se cargan de odio para hablar en contra de la corrupción, pero una inmensa parcela de la población comete fraude cotidianamente. Esto solo se puede explicar con una no asimilación de los términos o una hipocresía descarada.

            Todo el desarrollo apunta a una conclusión: el lenguaje jurídico no debe, en ninguna medida supeditarse al lenguaje natural. Porque adolecería de las mismas imprecisiones, emotivismos y ambigüedades de este. Algo completamente indeseable para construir un sistema que pretende ordenar las relaciones entre personas. Pero uno de los problemas que asoma es la genealogía de los términos morales. El lenguaje técnico-jurídico se nutre del lenguaje natural y esto es lo que crea el tipo de confusiones de las duplas “violación”, “abuso sexual” y “robo” y “hurto”. Y también el Derecho tiene el objetivo de que el contenido normativo sea accesible a cualquiera.

            ¿Cómo solucionar estas cuestiones? Lo más obvio es que se debe tener cautela cuando se habla de Derecho, tener la cautela de que estamos usando un lenguaje distinto, y que los significados pueden no coincidir por motivos técnicos, históricos o por el propio carácter recursivo sistemático de las normas. Segundo, debe haber una tarea de limpiar confusiones terminológicas de la que los juristas son plenamente conscientes, si queremos mantener la accesibilidad a las normas, debemos abandonar el fetichismo de conservación terminológica, y en la medida en que la adaptación al lenguaje natural no acarree ningún perjuicio, sin duda se debe hacer tal cosa. Y en la medida en la que términos naturales concretos adolezcan de imprecisiones, prescindir completamente de ellos en la legislación. Y también sería necesario promover una fórmula de tratar de hechos legales, como acusaciones, investigaciones y resoluciones con explicitaciones mucho más claras y que no utilizasen premeditadamente términos equívocos. Sé que esto es pedir demasiado.

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